Hace unas semanas se celebró el Día Internacional de la Familia. Para conmemorarlo, puse en mis redes una foto de la mía, compuesta por mi marido y mis tres hijos. Acompañé la imagen con una frase de G. K. Chesterton que dice “quienes hablan contra la familia, no saben lo que hacen porque no saben lo que destruyen”.
Inesperadamente, la publicación desató la furia de aquellos que, paradójicamente, se autoperciben como abanderados de la tolerancia y la diversidad. Yo no estaba agrediendo a nadie, pero ellos lanzaron contra mí y contra mis hijos toda clase de insultos y acusaciones, como si yo no tuviera derecho a tener la familia que quiero y expresar públicamente lo que pienso.
De los comentarios, se desprende una conclusión: hay un plan de ataque directo contra la familia tradicional, compuesta por una madre, un padre y los hijos. Ahora bien, esta cuestión me abre a las siguientes preguntas: ¿qué los inquieta? ¿qué les molesta? ¿por qué se dan por aludidos cuando menciono que hay quienes quieren destruir a la familia? ¿será que acaso lo quieren?
Frente a esta situación, es imposible dejar de pensar hacia dónde nos está llevando este feminismo que dice defender a las mujeres y que, al final, nos termina poniendo en ridículo. Porque seamos sinceros, mientras hacen bandera de la gestión menstrual, mantienen cerradas las escuelas, impidiendo que miles de jefas de hogar salgan a trabajar para seguir siendo el sustento de sus familias.
O mientras nos aseguran bancas en el congreso con la ley de paridad de género, seguimos sin poder acceder a una licencia por maternidad mientras somos diputadas. O sea, es una paridad de cartón, vacía y estéril.
Hay algo más grave aún, de lo que pocos hablan. El feminismo que describo, es ese mismo feminismo que mete a las mujeres en la misma bolsa junto con un montón de diversidades autopercibidas, comenzando a invisibilizar la verdadera identidad femenina y los verdaderos problemas de las mujeres. Las mujeres que supuestamente nos representan, están borrando a las mujeres de la agenda pública en favor de un colectivo difuso, cambiante y anclado a lógicas que exceden nuestra propia condición femenina. Creo que esto no es feminismo.
Intentan relacionar a la maternidad con el fin de la libertad de las mujeres. Claro que, en su esquema de pensamiento, la maternidad pone fin a su libertad. Pero no es así. Cuánto más lógico sería que la lucha sea para que en todos los trabajos respeten nuestro tiempo de ser madres, que el Estado acompañe a las familias en este gran desafío de poder compatibilizar nuestro trabajo con el cuidado y educación de nuestros hijos, que son, nada más y nada menos, que el futuro de nuestro país. De ahí lo loable de la tarea que nos ha sido encomendada.
También he visto cómo intentan relacionar la pobreza con la familia. Vaya hipocresía. Parece que la solución a la pobreza de nuestro país es que las mujeres dejemos de tener hijos. El problema no es la familia, no nos engañemos. El problema es la pobreza. La clase dirigente tiene que crear condiciones aptas para que cada miembro de la sociedad elija sus caminos de desarrollo. Hoy, la mujer pobre no es esclava de la maternidad. La mujer pobre es esclava de la pobreza estructural, de la ayuda estatal, de la droga que le toca la puerta a sus hijos todos los días.
Plantear la vida en términos de antagonismos, de incompatibilidades, nos empobrece. No es una cosa o la otra. No es la familia o el desarrollo profesional. El verdadero espíritu comunitario es aquel que busca que sus miembros puedan desarrollarse en forma integral, en todos sus aspectos.
No vivimos aislados, lo hacemos en sociedad. Vivir en sociedad requiere necesariamente de renuncias y concesiones. La vida en común supone sacrificios, entregas, acuerdos y desafíos colectivos. Y la familia es el ámbito primero en el que aprendemos a hacerlo. Solo fomentando y acompañando a la familia lograremos desarrollarnos como comunidad.