Publicada en La Nación on line el 17 de enero de 2021.
El discurso de Martín Lousteau en el Senado, la noche que se aprobó la ley del aborto, fue uno de los más coherentes y quizás el que, con una honestidad brutal, puso de manifiesto cuál es el fundamento del aborto como supuesto derecho de las mujeres. Ya desde el principio dejó clara la postura, sin eufemismos, sin pantallas: “Este tema es difícil porque hay un dilema”, afrimó. “Ya se dijo, (por un lado) hay vida y por el otro lado está la autonomía de la mujer que es la potestad de decidir sobre su propio cuerpo y sobre su propia vida”.
El planteo es claro: ya no se trata de si el feto es o no una vida humana. Esa discusión ha quedado zanjada, aunque todavía sigue siendo una excusa o una especie de anzuelo para sumar adeptos desprevenidos a la causa abortista. Pero cualquiera que tenga algo de formación y un poco de honestidad intelectual, sabe que lo que se elimina en un aborto es un ser humano. Ni hablar de los médicos que los llevan a cabo, esos sí que lo saben perfectamente. El propio Lousteau lo reconoce sin ambages: “quienes apoyan la ley sí reconocen el dilema, o alguien genuinamente puede pensar que sabe más y mejor que la mujer o la persona gestante lo que vale la vida que tiene adentro. Claro que los que apoyan la ley reconocen el dilema y lo que queremos hacer es dirimir, decidir, resolver sobre ese dilema que sí existe.”
El dilema a resolver consistiría, entonces, en establecer cuál de los dos derechos debe prevalecer: si el derecho a decidir de la mujer o el derecho a vivir del niño por nacer. Si bien es cierto que no hay derechos humanos absolutos porque el hombre no es un ser absoluto, es evidente que hay derechos que son fundamentales y sin los cuales ningún otro tiene sentido ni sustento. Y, de entre todos, el derecho a la vida es el primero y fundamental, porque ¿cómo podría una mujer tener derecho a decidir si no tuviera primero derecho a vivir? Sobra cualquier explicación.
Por su parte, el derecho a decidir es, por decirlo de algún modo, sumamente lábil. Depende de muchos factores o circunstancias que condicionan o incluso determinan esa capacidad de decidir. No solo los derechos de terceros, sino también las consecuencias que acarrean esas decisiones. Incluso la misma persona puede decidir dos cosas distintas sobre un mismo asunto en diferentes circunstancias.
Paradójicamente, para quienes defienden el aborto, el derecho a decidir de una mujer es más importante que el derecho a vivir del ser humano que lleva en su vientre. Ampliación de derechos lo llaman también.
Y ese es el gran error. No es una ampliación, es una subversión que abre la puerta a futuras violaciones de los derechos humanos de aquellos que son más débiles. El progresismo cae en su propia trampa. La diferencia entre el derecho de la mujer a decidir y la voluntad de poder totalitaria es solo una cuestión de grados, pero el fundamento discursivo es el mismo.
Hoy es la decisión de una mujer embarazada, pero mañana puede ser la decisión de los hijos sobre los padres con enfermedades terminales que suponen tratamientos y cuidados onerosos. O la decisión de los ricos sobre los pobres, de los sanos sobre los enfermos.
En un acto de soberbia desmesurada, de hybris como dirían los griegos, nuestros diputados y senadores se arrogaron la potestad de ir contra esa jerarquía y priorizar el derecho a decidir de la mujer por encima del derecho a vivir del niño por nacer. Abrieron la caja de Pandora.